sábado, 14 de enero de 2012
Por el Jaén desconocido (II): Giribaile, la pequeña Pompeya íbera
Texto: Ricardo Coarasa/ Fotos: Javier Brandoli
La pista culebrea cada vez más angosta entre el horizonte de olivares, como si no quisiese hurtar a la plantación un metro de tierra. Ahí arriba, el cerro de Giribaile descuella como un centinela solitario de los ríos Guadalimar y Guadalén. ¿Qué nos ha traído hasta aquí? Los restos de una ciudad ibera (oppidum) de casi 15 hectáreas arrasada sin clemencia sobre la que todavía se vierten hipótesis y especulaciones. Un incendio que redujo a cenizas para siempre a esta pequeña Pompeya.
Pero Giribaile, situada en el término del municipio jienense de Vilches, no es sólo un viejo asentamiento de los iberos. De hecho, cuando echas pie a tierra lo primero que te sorprende es la sucesión de cuevas horadadas en el farallón sobre el que se asienta la meseta. Antiguo refugio de eremitas, sus primeros ocupantes se remontan a la Edad Media. Los últimos todavía viven. De ellos sabe mucho Juan Peña, que se ha dedicado durante años a recoger sus testimonios, con paciencia y tenacidad, para que la memoria de los últimos de Giribaile no se pierda para siempre. Con esa misma pasión, Juan guía nuestros pasos escudriñando en el pasado de este lugar enigmático.
Estas covachas, conectadas entre sí por estrechos laberintos, fueron últimamente hogar provisional de temporeros cuando tocaba recoger la aceituna. Algunas se han desmoronado, porque el terreno arcilloso es una soga siempre a punto de estrecharse sobre ellas. A sus pies hay varias casas semiderruidas y de aspecto siniestro que pronto dejamos atrás para recorrer las entrañas de este monumento de la historia de España. Resulta difícil imaginar las condiciones de vida en este ambiente opresivo, rodeado de paredes de piedra húmeda (“el cerro mana agua por todos los costados”, se encarga de recordarnos Juan). Y da un cierto rubor, la verdad, ahora que hacemos un drama de que se nos estropee un par de días el microondas.
Subimos a la meseta por una escalinata tallada en la roca sobre cuyos peldaños se han elucubrado hasta significados esotéricos. Al margen de sus connotaciones, la verdad es que merecería adornar el castillo de un hobbit. Al llegar arriba, lo primero que hay que hacer es darse la vuelta para disfrutar del paisaje, realmente espectacular, de interminables hileras de olivos, de los tres embalses circundantes (que conceden al pueblo de Vilches el timbre de notoriedad de ser el municipio con más costa interior de España), de los serrallos de las lomas que se pierden en el horizonte. Desde luego, estos iberos sabían lo que se hacía. El enclave es inmejorable, dominador, estratégico, casi inexpugnable. Y extenso, muy extenso, tanto como 15 campos de fútbol, de los que sólo se ha excavado un 0,2 por ciento, una carencia arqueológica que tiene un valor añadido: Giribaile se conserva prácticamente como lo dejaron sus últimos moradores.
Este particular viaje a la vida de los iberos, vaya por delante, es sobre todo intuitivo. Los restos de la muralla que fortificaba la ciudad, por ejemplo, son ahora apenas una sucesión de montículos. La Naturaleza, tarde o temprano, se cobra su venganza. Y eso pese a que, en sus mejores tiempos, tuvo casi 250 metros de longitud y diez de alto en algunos puntos. Pero detengámonos ahora en el episodio más controvertido de Giribaile. ¿Cómo y cuándo desapareció? Dos son las hipótesis más plausibles y ambas tienen asideros históricos de fuste: Plutarco, una, y Tito Livio, la otra.
La primera apunta a que la ciudad sería la antigua Orisia, arrasada por Quinto Sertorio hacia el año 90 antes de Cristo como represalia por haber auxiliado a la vecina Cástulo. Plutarco cuenta cómo el tribuno romano ejecutó su venganza sobre “la otra ciudad, de donde salieron los que en la noche los habían sorprendido”. Desde luego, les pilló por sorpresa pues “hallando abierta la puerta, se le vinieron a las manos gran número de habitantes, que creían salir a recibir a sus amigos y conciudadanos”. Nada más lejos. Los infortunados “recibieron la muerte en la misma puerta y otros que se entregaron fueron vendidos comos esclavos” (Sertorio, III, 5-10).
Para bucear en la segunda hipótesis sobre la destrucción de Giribaile hay que retroceder en el tiempo un siglo más. Se trataría en ese caso de la ciudad de Orongis, “la ciudad más rica de aquella comarca”, borrada del mapa por Lucio Escipión en el 207 antes de Cristo. Para doblegar la ventaja que suponía para el enemigo “estar combatiendo desde lo alto de la muralla”, Lucio Escipión se hizo acompañar por 10.000 soldados de infantería y otros 1.000 a caballo. La toma de Orongis dejó sobre el campo de batalla los cuerpos sin vida de 90 romanos y 1.000 sitiados.
Si algo en Giribaile nos permite hacernos una idea de cómo eran las viviendas de los iberos se debe, qué ironía, al expolio del geólogo francés Georges Servajean. Ni corto ni perezoso, se puso a excavar por su cuenta en los años 1968 y 1969. Hasta que le pillaron le dio tiempo a identificar 19 catas. Ahora, las piedras que señalan esas primitivas casas con zócalos de piedras y paredes de adobe están comidas por los hierbajos, pero todavía se puede apreciar el patio en torno al cual se repartían las habitaciones. Las hechuras de la ciudad debían ser imponentes. “No existe en toda España una ciudad ibera de estas dimensiones que se conserve intacta”, corrobora Juan.
Por el suelo, sobre las antiguas calles de piedras planas, es habitual tropezarse con piezas de cerámica, restos de antiguas tinajas iberas abandonadas al despojo y el expolio, con la tradicional decoración de motivos geométricos. En el extremo noreste del cerro se recorta la silueta del castillo medieval de Giribaile. Antigua fortaleza árabe, fue reconquistado por las huestes de Fernando III El Santo. Cuenta la leyenda que el señor del castillo, Gil Bayle, hizo fijar un letrero que era todo un desafío al destino. “Soy señor de Giribaile, y no moriré de sed, de frío ni de hambre”. Pero tras ejercer su derecho de pernada con la hija de un molinero sus familiares se tomaron cumplida venganza y lo encerraron en una de las cuevas, donde murió, precisamente, de sed, frío y hambre. Es lo que tiene retar a los hados. Las vistas desde aquí son sencillamente magníficas, un broche excepcional a esta inmersión en el tiempo de los iberos.
Más información en: ( http://www.viajesalpasado.com/por-el-jaen-desconocido-ii-giribaile-la-pequena-pompeya-ibera/ )
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