En los numerosos relieves y ... lucernas desenterrados en las excavaciones arqueológicas, rara vez se muestra a los gladiadores de la antigua Roma entrechocando sus armas, o en el momento en que uno de ellos es atravesado por una espada. La escena más habitual es la de un hombre derrotado, con los brazos caídos, a cuyo lado se encuentra un exultante vencedor que, blandiendo el arma, vuelve el rostro hacia la presidencia de los juegos. Se trata del momento álgido del combate, en el que el público soberano decidía si el vencido merecía la muerte; un momento en el que el perdedor debía hacer gala de la mayor dignidad posible, para, en caso de ser condenado, morir honorablemente. Puesto que un gladiador era un ‘producto’ caro, la muerte no era lo que deseaban los patrocinadores, aunque al ser el final preferido por un público ávido de sangre, con el tiempo se fue convirtiendo en el final habitual del espectáculo. Así, en época de Augusto un gladiador solía encontrar la muerte en el décimo encuentro, mientras que, siglo y medio después, en tiempos de Marco Aurelio, moría en el tercero.
Sin embargo, no todos los asistentes acudían a los juegos sólo para ver correr la sangre, sino que algunos se acercaban al moribundo gladiador como si de una auténtica fuente de salud se tratase, o al menos eso es lo que dice Plinio en su ‘Historia Natural’, al referir que, ‘los epilépticos llegan a beber la sangre de los gladiadores como en copas vivientes, espectáculo que verlo hacer a las fieras en la misma arena es también un horror. Pero, por Hércules, aquéllos consideran que es muy eficaz absorber directamente del hombre la sangre cálida y palpitante y el propio soplo vital de sus heridas, cuando en absoluto es una costumbre civilizada acercar la boca a ellas, ni siquiera a la de las fieras’.
Revista Memoria, Historia de cerca, nº XXXIX.
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